Por Guille Rentería
15 de mayo de 2024
Hace dos años y medio recibí la noticia más difícil de mi vida: mi princesa Brenda tenía cáncer. Sentí que se me acababa el mundo. Me congelé, quise correr sin saber a dónde. No, no podía ser. Como madre, nunca imaginé que algo así le pasaría a mi hija amada. Era terrible.
Como madre, soy muy dedicada a darles lo mejor a mis hijos: un consejo, un regaño, una alerta. Hago todo lo posible para protegerlos de cualquier mal. Les doy la fuerza necesaria para que salgan triunfadores en sus vidas sin pedirles nada a cambio. Mi mayor recompensa es verlos felices, realizados y con valores.
Sin embargo, en ese momento, me derrumbé. Pero surgió en mí la madre guerrera que siempre he sido. Con todas las llamadas que hice (ya que vivo en México), era importante levantarle el ánimo a Brenda. Nos pusimos a orar mucho, abrazadas a Dios, día y noche. Unas 900 personas oraron por la salud de mi hija. Agotada por momentos, pero pensando en el poder de Dios, Él me daba fuerzas para seguir adelante con confianza.
Comenzaron los tratamientos de quimioterapia. Los síntomas que tenía mi hija los sentía yo también en casa: cansancio, agotamiento, pérdida de fuerzas. Nos dimos cuenta de la conexión que teníamos sin proponérnoslo.
De repente, Brenda me dice: "Es un cansancio extremo. Fíjate que me siento igual, muy agotada, y más a estas horas". Y yo le respondo: "Yo también". Poco a poco, nos dimos cuenta de que ella y yo sentíamos lo mismo, o mejor dicho, yo vivía con ella su tratamiento. Esta conexión la tengo con mis tres hijos.
En fin, llegó el día de la operación. Tres días antes llegué a Estados Unidos y, apenas arribando, mi hija recibe un hermoso milagro: su esposo es trasladado a Washington de forma definitiva. Brincamos, reímos y lloramos, porque una de mis preocupaciones era que yo iba a estar dos meses y después mi hija sola. Pero nuestro Padre Celestial responde a quienes tienen fe en Él.
Al otro día, otro milagro: la operación iba a ser invasiva, pero de un día para otro le dijeron que solo serían dos pequeñas incisiones debajo de sus pechos. Lloré, di gracias a Dios, vi su grandeza y su amor.
Llamé al hospital temprano. Me sentía sin fuerzas, pero aparentaba estar bien debido a la magnitud de la operación. Batallé para llegar. Brenda entró al quirófano y me dijeron que regresara en X horas. Salí de allí agarrada de las paredes y se dieron cuenta de que tenía una temperatura de 39 grados. A partir de ahí, perdí la noción por dos días.
Recuerdo que en la noche trajeron a mi hija a casa y yo solo decía: "Vayan por mi hija, no la dejen sola". Llegó y me sonrió, me dijo: "Tú sentiste todo lo que me hicieron, por eso tu cuerpo enfermó. Te amo, mami".
Ha sido una experiencia difícil, pero enriquecedora. Estar postrada a los pies de mi Padre Celestial es el único lugar donde quiero estar, amándolo y reconociéndolo. De ahora en adelante le digo: "A donde Tú quieras que vaya, yo iré Sin Ti no doy un paso. Llévame siempre de Tu mano"
Ha sido un tiempo de crecimiento para mi hija y para mí. Ella ya no es la niña que reclamaba por una inyección o que preguntaba "¿por qué a mí?". La ayudé a que preguntara "¿para qué a mí?", "¿qué tengo que aprender de todo esto?".
Y así, de la mano de Dios, avanzan nuestras vidas. ¡Cuántas cosas más tengo que ver, descubrir y aprender de Ti, mi Dios!
Comparto esto con mucho amor para ustedes y principalmente para mi hija Brenda. Que reconozcamos el amor de Dios en nuestras vidas siempre.
Guille Rentería
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